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LAS
PUERTAS DEL VALHALLA
ANDRÉS DÍAZ SÁNCHEZ
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El mar había sido
poseído por la tormenta. Las olas se levantaban salvajemente sobre la
superficie como hambrientas garras dispuestas a atrapar cualquier presa que osara
surcar su oscura y verdosa piel. La lluvia azotaba sin compasión mientras, en
lo alto, por entre las tenebrosas nubes, los relámpagos brillaban como las
blancas arterias de un antebrazo divino. El crujido del trueno reventó sobre el
Universo. El viento silbaba una canción hiriente y ominosa.
Aquél fue el escenario
donde se desarrolló el choque entre las dos naves: el Perro Negro de los
escandinavos y el Espada de los daneses.
Éste último se había aventurado
en aguas peligrosas, cargado de especias y telas, con destino al Sur de
Inglaterra. Sus dueños confiaron en el fuste de la nave para superar las
galernas y el coraje y el adiestramiento de los guerreros que portaba para
contrarrestar a los terribles piratas vikingos.
Mas ahora, sobre la
cubierta danesa, la sangre se mezclaba con el agua y los aullidos de los
combatientes con el espantoso rugido de la tormenta. Daneses y escandinavos se
defendían, mataban y morían sobre la resbaladiza cubierta, bajo las velas
desgarradas por el viento. Los había que tajaban con furia demoníaca y los
había que contenían sus entrañas con las manos, en un vano intento de que no se
las robara el mar.
Una gigantesca ola se
levantó por estribor, un muro negro y esmeraldino que eclipsó la noche en torno
al barco.
Koll, El Matador,
un vigoroso saqueador escandinavo, alzó su vista azulada hacia aquel espumeante
y horrendo techo que durante un eterno latido permaneció inmóvil, envolviendo a
ambos barcos. Cinco pies por encima de su cabeza flotaba un enorme cadáver, un
hombre con el que, el día anterior, charlara acerca de mujeres y armas al amor
de la cerveza caliente. El danés contra el que Koll había estado batallando se
embarullaba en el suelo, presa del horror, la mirada fija en el muro acuático.
Koll deseó gritar el
nombre de su dios Odín, quizá para implorarle ayuda o para maldecirlo, pero en
el siguiente latido un fragor colosal llenó sus tímpanos y arrasó su cerebro.
El agua, como la mano de un gigante enfurecido, lo aplastó contra el suelo y lo
arrastró sobre los maderos. Aquel hombrecillo trató desesperadamente de
aferrarse a cualquier solidez, pero se encontró a sí mismo presa de fuerzas que
le superaban, tal que un pelele, un muñeco sin voluntad.
Su cuerpo chocó contra
el de otro hombre. Después, topó brutalmente en su errático camino con una masa
densa y tubular y sus dedos se aferraron a ella. Experimentó un sufrimiento
afilado y sospechó que se había roto varias costillas en el encontronazo.
El agua desapareció por
el momento, deslizándose rápida hacia abajo o -tal vez- arriba. Koll seguía
agarrado al palo mayor. Abrió los ojos y por entre la cortina de lluvia
distinguió los cascos de los barcos unidos por los garfios, de estribor de uno
a babor del otro.
Las naves habían sido
hundidas por la ola hasta media cubierta y milagrosamente sus cuerpos emergían,
como bestias marinas en celo. Descubrió cuerpos que flotaban y acto seguido
desaparecían tragados por las aguas. Un danés de ojos claros y barba y cabellos
rojizos, con el rostro macilento y los ojos muy abiertos y enloquecidos, se
aferraba a la baranda de estribor con su brazo izquierdo. En el derecho tenía
una espada.
La cubierta osciló y el
extremo de babor subió violentamente, levantando densas alfombras de agua. Se
escuchó un estremecedor crujido procedente de la bodega. Koll supuso que las
cuadernas por fin comenzaban a desgajarse, como la cáscara de nuez bajo el
mazo. En pocos instantes, el interior del Espada se llenaría de agua y
la nave iría a pique, tal vez arrastrando al barco rival; entonces, la Ley de
la Guerra se extendería no sólo al músculo y el acero, sino también a la brea,
las maromas, la tela y la madera. Koll así lo comprendió: de no ser
desenganchados, los garfios del barco danés se llevarían con él al Perro
Negro.
De pronto, su mirada
ahíta de maravilla y horror quedó aún más alucinada al contemplar, entre la
lluvia y las sombras, partirse literalmente la cubierta del Perro Negro,
en una larga grieta desde la proa a la sección media de la nave. Una ola brutal
embistió de frente a la nave, arrancando la cabeza de dragón y levantando entre
blanquísima y vociferante espuma una nube de maderos y tablas desgajadas. Uno
de los largos remos de estribor saltó de sus guías metálicas, robadas éstas a
su vez de la madera, subió por el costado de la nave, al capricho del agua, y
se desplazó por cubierta. El enorme madero topó con Thormur, El Viejo, y
Koll contempló la cadera de su compañero salirse de su lugar, deformando
fantásticamente el cuerpo del veterano marino. Thormur abrió la boca, mas su
voz desapareció, engullida por la tormenta. Rodó por cubierta, se deslizó sobre
la maltrecha baranda y quedó horriblemente atrapado por los dos costados de los
barcos cuando éstos se unieron en un choque de carnero. Thormur El Viejo finalizó
su vida contra la madera que él mismo había calafateado.
Una parte lejana y
serena de Koll le dijo que todos, daneses y escandinavos, iban a morir tragados
por aquel vendaval asesino. Como si la Naturaleza hubiera escuchado sus pensamientos,
la lluvia arreció y el bamboleo se tornó más violento. Koll hubo de esforzarse
para no desasirse del palo mayor. Tenía el cuerpo helado, lo sentía como un
armazón torpe y ajeno. Parpadeaba constantemente para sacarse la lluvia y la
sal. Había vomitado el contenido de sus tripas empapadas en agua de mar y sólo
le quedaban ácidos que toser agónicamente.
A pesar de todo, se
fijó en que el danés con la espada aún seguía aferrado a la baranda de
estribor, una tozuda sombra tras la cortina de agua. Cuando los hombres bailan
con la Parca se tornan borrachos o niños, así que Koll fue atacado de pronto
por el firme deseo, la convicción, de conseguir aquel acero, perecer
empuñándolo y presentarse ante el remoto Valhalla con un arma en la mano.
Porque, lo comprendía ya sin ambages, iba a morir. Muchas veces había cortejado
a la Señora Muerte, pero nunca hasta entonces había sufrido esta absoluta
certeza.
Y, como si tan pavorosa
y tremenda serenidad hacia el negro futuro hubiera despertado en él nuevas
formas de percibir la realidad, ésta le resultó de pronto más nítida, como si
los colores ganaran brillo y las formas se definieran tan perfectamente como
jamás hubiera imaginado antes. Podía percibir con la mirada la tremenda
densidad de los sólidos y la helada persistencia de los líquidos a su
alrededor. Una extraña energía subió por su médula espinal, encrespó el vello
de su nuca y explosionó en el cráneo, como una lluvia de fuego helado que
recorriera todos y cada uno de sus nervios.
Escuchó un canto que había surgido de pronto y sin embargo le
parecía eterno e inamovible, como si siempre hubiese vibrado sobre el mundo y
él no lo hubiera notado hasta el momento. Comulgaba sin agresividad con los
truenos, la lluvia, el mar y el viento. Eran voces agudas, más parecidas
a las notas de una flauta que a creaciones de garganta humana.
Descubrió entonces algo
azulado entre las olas. Brillaba y era translúcido, confuso como un color que
hubiera cobrado viva propia, venciendo las Leyes del Cosmos. Lo siguió con la
vista mientras se convertía en esplendor de ola y después en espuma, se definía
y transformaba en un ser de bordes imprecisos. Cabalgaba sobre un caballo
neblinoso y alado. El jinete cobraba formas femeninas; portaba una extraña
armadura compuesta de una fantástica y brillante cota de mallas plateada y un
yelmo gris repleto de suaves filigranas, que dejaba libre un rostro a veces
cremoso y a veces dorado.
La valkiria desapareció
bajo el mar y la mirada de Koll persistió varios latidos allá donde las olas se
la habían tragado.
Koll se volvió hacia
arriba y se perdió en un cielo negro y profundo. A pesar del agua que se le
encharcaba sobre las pupilas no parpadeó, pues descubrió en él puntos luminosos
que aullaban cantos estremecedores. Eran más seres espectrales, las Valkirias,
las Hijas de Odín, montando sus caballos de luz. Empuñaban lanza y
llevaban embrazado un escudo. Sus armaduras estaban hechas de diferentes
metales preciosos, que esplendían de manera inédita en el mundo terrenal.
Evolucionaban tan velozmente que sus largas melenas, sueltas o recogidas en
trenzas, nunca tocaban sus espaldas.
Koll distinguió a una
de ellas agarrando por el brazo derecho un cuerpo luminoso, como un jirón de
claridad, con el vago aspecto de un guerrero; la dama estaba llevándose el alma
de un compañero vikingo.
Un zarandeo
especialmente enérgico del barco revolvió sus quebradas costillas dentro del
amplio pecho y el dolor le dejó sin aliento. Cuando abrió los ojos ya no había
valkirias en los cielos y el mundo en torno a sí le resultaba torpe y pesado.
Se sentía como si durante varios instantes hubiera volado y de pronto volviera
a estar sujeto al firme con cadenas de hierro. Sin embargo, aunque no las
viera, estaba seguro de que ellas aún continuaban allí, llevándose los
espíritus más valerosos hacia el Valhalla.
El palo mayor crujió,
ominoso. Koll vio la punta caer desde lo alto. Cerró los ojos, esperando el
golpe fatal, pero el maderamen fue desplazado por el viento hacía estribor y lo
hizo desaparecer entre las olas.
El danés continuaba aún
aferrado a la baranda de estribor, casi de rodillas, y todavía conservaba su
espada. Quizá ellos dos fueran los últimos supervivientes de la debacle. Koll
apretó las mandíbulas mientras clavaba sus ojos en él: debía conseguir
aquel maldito acero.
Difícilmente, logró
alzarse hasta quedar medio agachado, con el pecho apoyado en el palo mayor y
los brazos rodeándolo. Le ardía la carne en la cual se le hincaban las
costillas rotas, pero él tenía que levantarse y atravesar el corto espacio que
le separaba del danés y arrancarle la espada de las manos.
Intentó no resbalar
sobre el suelo encharcado al erguirse en pie, aún sujeto a la madera. Una
ráfaga de viento brutal le golpeó por la espalda. Aquélla era su oportunidad.
Koll aulló el nombre de
Odín y se soltó del palo. Impulsado por la onda de aire, medio corrió medio
voló hacia estribor. Un trueno crujió en el cielo y Koll cayó estrepitosamente
al suelo. El pecho se le deshizo en puro dolor. El barco oscilaba ahora hacia
estribor y el vikingo, cegado por el sufrimiento, se deslizó sobre la madera,
atravesando la alfombra de agua, espuma y sal.
La figura oscura del
danés se le acercaba. Descubrió la diminuta claridad de sus ojos enloquecidos.
Gritaba algo ininteligible bajo el aullido del viento y alzó su espada, sin
soltarse de la baranda. Un relámpago iluminó sus facciones enloquecidas y
airadas. Adelantó el arma hacia Koll y el acero desgarró el antebrazo derecho
del vikingo desde el codo a la muñeca. La sangre bañó su mano helada, como un
líquido más, y el filo cortó la palma, emergiendo por entre los dedos pulgar e
índice. El nórdico, borracho de furia y rabia, se aferró al cuerpo rival y se
levantó del suelo encharcado, propinando con el mismo movimiento un cabezazo en
el rostro danés. Rió como un poseído, pues las valkirias cabalgaban de nuevo en
torno a él, disputándose unas a otras el derecho de llevarse al guerrero más
valiente.
El danés cayó hacia
atrás, semiaturdido, con los labios rotos y chorreando algo rojo que la lluvia
borraba. Koll se aferró a él, como antes lo había hecho al palo mayor. Atrapó
la mano diestra del enemigo e intentó arrebatarle la espada del puño. La mano
herida le ardía en fuego y no podía utilizar los dedos dañados.
El danés se recobró y
empujó a Koll, quien se afirmó sobre la baranda para no caer. Las valkirias
gritaban su canción de guerra y gloria, ensordeciéndole, y una ola gigantesca
se alzó sobre el barco.
De nuevo la vorágine, y
al pronto se hallaban los dos guerreros bajo el mar, lejos del barco. Era aquél
un mundo verdoso y fantasmal, animado por caprichosas tonalidades y profundos
sonidos.
Descendieron, envueltos
en una nube de burbujas, aferrando ambos la espada, intentando arrebatársela al
otro por todos los medios. Koll, sintiendo los pulmones a punto de estallar,
mordió en el cuello a su rival. Sus dientes encontraron una importante arteria
y, al reventarla, la sangre ascendió en forma de oscuros y rítmicos hongos. El
danés, entonces, abrió mucho sus ojos helados y se llevó las manos a la
garganta por la que se le escapaba la vida. Así, finalmente, soltó la espada.
El arma cayó hacia el
fondo, dibujando una trayectoria recta y un giro sobre sí misma en espiral.
Koll clavó en ella su
nublada vista. Sentía que perdía las fuerzas, pero abandonó al enemigo y se
impulsó con los pies hacia abajo, dando vigorosas y agónicas patadas. Cuando
sus dedos rozaban el mango sintió que sus pulmones reventaban y el aire se le
escapaba, sanguinolento, por la nariz y la boca. El mundo se oscureció y abrió
la boca en un amargo sollozo, por fracasar tras el roce de la victoria.
Experimentó un súbito y
violento tirón. Vio su propio cuerpo alejarse hacia el fondo del océano, lacio
y pesado, persiguiendo, ya sin vida, la espada, aún con la mano rozando el puño
que se le escapaba.
Se sentía
increíblemente ligero y pletórico de energías. Miró hacia arriba y vio una
forma brillante, una mata de cabello dorado, una armadura plateada y azul que
destellaba con reflejos antes imposibles, ahora ineludibles. Era una valkiria.
Los dedos del ser le tenían aferrado por la nuca, sin causarle daño alguno. El
caballo alado que los llevaba a ambos parecía hecho de oro y ámbar.
Koll se observó: estaba
desnudo y su piel brillaba suavemente, como la gelatina bajo la luz de una
vela. Tenía el cuerpo limpio de mugre y heridas. De hecho, jamás había
experimentado aquella plenitud. Abrió y cerró las manos, sonriendo mientras los
pececillos las atravesaban con indiferencia. Era un espectro, un ánima separada
del físico muerto, y aquella convicción le llevó a reír como un niño.
La superficie se les
acercó velozmente. De pronto se hallaron en el exterior del mar. Cuando Koll
miró hacia abajo, contempló hundirse definitivamente los dos barcos en el
océano embravecido.
Escuchó con increíble
nitidez el crujir del trueno, el siseo de la lluvia y el ulular del viento. La
luz de un relámpago le cegó.
Al abrir los ojos,
habían dejado atrás las nubes tormentosas. El cielo se les presentaba infinito,
estrellado, límpido y glorioso. Brisas heladas traspasaron a Koll y a la
valkiria, quien entonaba una canción triste y hermosa.
El aire se espesó, la
realidad cobró densidad y se retorció como una maraña de serpientes.
Aparecieron extraños colores de apariencia líquida que se arrastraban y
difundían unos sobre otros, creando nuevas y fantásticas tonalidades.
Koll abrió la boca para
hablar y se sorprendió cuando su propia voz pareció surgir de todas partes y de
ninguna, llenando el Universo con su tono grave y sereno:
"¿Dónde nos
hallamos, bella dama? ¿A dónde me llevas?"
La valkiria le miró con
ojos color rubí.
"Estamos
traspasando los portales entre los mundos, guerrero. Aún hemos de cruzar Tres
Regiones más. Entonces, llegaremos al País del Valhalla.”
Koll de nuevo iba a
preguntar, pero los colores desaparecieron súbitamente, como animalillos
asustados por una terrible bestia. Volaban sobre un Universo en el que sólo
existían el blanco y el negro. Diferentes tonalidades de ambos servían para dar
forma a los habitantes de aquel lugar, hombres y mujeres achaparrados que
caminaban sobre la superficie de un inacabable y fangoso mar.
Koll se miró una mano y
vio que ésta era de color gris brillante. Tan sólo la valkiria y su caballo
alado rompían la brutal monotonía con sus tonos dorado, azul y plata.
Ascendieron hasta
encontrar una infinita bóveda cristalina, que atravesaron raudamente, sin dañar
en absoluto su frágil vidrio. Koll comprendió que entraban en la segunda de las
tres Regiones a las que antes se refiriera la valkiria.
Era un Cosmos helado,
un desierto de nieve y escarcha sin fin. Fantasmales y curvilíneos icebergs se
alzaban sobre un mar blancuzco, de sólida consistencia. Koll divisó unas
figuras toscas y nervudas que les miraban y alzaban sus mazas y hachas
hostilmente.
La valkiria se volvió
hacia Koll y, aunque no abrió sus labios, o lo hizo tan suavemente que
parecieron cerrados, su voz reinó sobre el helado silencio:
"Éste es el
mundo de los Trolls, los Enanos y las Bestias del Hielo, todos bajo la sombra
de su padre Ymir. Pelearon contra Nuestro Señor Odín y sus huestes asgardianas
cuando los habitantes de este País intentaron invadir una Región que no les
correspondía.”
Los Enanos ascendían
como montañas cristalinas y les aullaban huracanes. De sus barbas colgaban los
glaciares y de sus grotescos labios se desprendían avalanchas. Poseían ojos
intensamente azules, sin pupilas. Sus narices eran picachos, sus cejas
cordilleras, sus poderosos músculos montes y valles sobre los que se trotaban
aterrorizadas manadas de lobos, osos y ciervos.
Pero los Enanos, a
pesar de sus estruendos y sus amenazas que alzaban tormentas de nieve, no
pudieron alcanzarlos.
Les dejaron atrás y se
enfrentaron a una espesa barrera de nieblas. Atravesaron el banco algodonoso y
entonces observó el vikingo otro mundo, una Región en la que había bosques de
extraños árboles y desiertos que no eran de hielo o arena. Por todas partes
descubría hombres, mujeres, niños y ancianos que emitían un débil fulgor.
Andaban cansinamente, con la cabeza baja. Se dirigían en grandes filas hacia
distintas direcciones, de manera al parecer caótica.
Koll preguntó.
"¿Quiénes
son?"
"Almas
perdidas. Están atrapadas entre la Vida y la Muerte. Dejaron tareas sin cumplir
o se marcharon a destiempo. Nadie sabe lo que ocurre con ellos. Andan y andan,
mendigando un destino en esta Tierra de Nadie.”
Koll sintió profunda
tristeza al contemplarlos, pues todo en ellos rezumaba desesperación.
La valkiria advirtió.
"Y ahora,
cuidado. Pronto llegarás al Umbral del siguiente País y habrás de soportar la
mirada de Hela, Señora de Todos los Finales. Si le complace lo que ve te dejará
pasar a la siguiente existencia. Si no, quedarás atrapado con ellos en este
mundo" Señaló a los espectros del suelo. "Extrae todo tu valor,
guerrero, incluso el que no poseas"
Koll miró hacia el
frente y su vista topó con un espeso muro de opacidad que se les acercaba.
Lo traspasaron.
Entonces, el Miedo agarró al vikingo con puño de hierro.
Era aquél un mundo
oscuro y tenebroso. No había más que calaveras y osamentas, figuras de ceniza,
cementerios y túmulos. Columnas de negro humo se alzaban desde braseros
herrumbrosos, dibujando monstruos de crueldad infinita. Mas, si espantosa eran
aquellas criaturas y sus circunstancias, más insoportable resultaba descubrir
que todas ellas eran partes de un gran y único conjunto, pinceladas del mismo
lienzo: cada pedazo de negrura y cada criatura de pesadilla se conjugaba con
las más cercanas y juntas, infinitas, creaban la eterna faz de Hela, Señora de
lo Muerto.
Koll procuró escapar de
aquella enloquecedora visión, pero en sus manos, en las calaveras, en las
aceitosas volutas e incluso en las escamas de la cota de mallas de la valkiria
se dibujaba el diminuto rostro de la muerte, como los reflejos de una efigie
majestuosa y vesánica que dominara cada pedazo de aquella realidad. Koll trató
de aguantar esta presión titánica, pero sollozó, desesperado. El temor se
transformó en pánico sucio y pegajoso que le impedía pensar. Deseaba aullar,
correr, volar, escapar de aquel espanto ávido y chillón. Pero no podía. Y no
debía. Agónicamente, buscó en su interior la fuerza necesaria. A pesar de no
creer poseerla, la halló.
Entonces, el Rostro de
la Muerte se difuminó. Su presencia ya no era manifiesta en cada sombra y cada
luz.
Koll y la valkiria
habían penetrado en un mundo brillante, cuya blancura se desparramaba sin
frontera. Hela había quedado lejos, Koll había superado la prueba de la Señora
Oscura y cruzado el Umbral de lo Muerto.
Ahora, estaba en el Más
Allá.
Miró a la valkiria,
quien guardaba silencio. La luz iluminaba sus facciones, confiriéndole
hermosura y nobleza. También Koll se sentía de algún modo más fuerte y sereno.
Continuaron galopando
en el Mar de Luz. Divisaron, lejana, una nube oscura y zumbante. El vikingo se
interesó.
"¿Qué es
aquéllo?"
"Los enemigos
del Valhalla, criaturas malignas y amantes de la tiniebla. Quieren conquistar
este mundo y hacerlo suyo. Llegaron desde el Averno de Surtur, ejército tras
ejército, horda tras horda, y emprendieron una guerra interminable. El deber de
los guerreros del Valhalla es contenerlos y vencerlos en incontables batallas.”
Koll clavó sus
inmateriales ojos en el enjambre que se les aproximaba. El color de los seres
oscilaba entre el ocre y el rojo y sus cuerpos parecían cubiertos de una carne
húmeda y arcillosa. Aunque albergaban cierta consistencia, no guardaban
estabilidad, ya que los brazos, las piernas, los tentáculos y los ojos
aparecían y desaparecían vertiginosamente sobre cada musculoso cuerpo. Todos
ellos formaban una sola unidad que se desgajaba arrítmica y caprichosamente. En
la tormenta de formas, los rostros sonreían de manera avariciosa, mirándolo
todo con ojos saltones, y entre los labios abultados aparecían hileras de finos
y afilados colmillos y lenguas que lascivas culebreaban.
La valkiria espoleó a
su caballo alado. El corcel galopaba y volaba raudo hacia la nube de espectros,
que a su vez también parecían desear la lucha. Rugían excitados y se relamían
las grotescas bocas.
La valkiria colocó el
escudo circular en su brazo izquierdo y con la diestra desenvainó su espada,
forjada en metal que suavemente brillaba en tonos helados. La mujer guerrera
cantó una canción que haría pedazos los corazones de los valientes y cargó
sobre la muchedumbre.
Su espada zumbó en
todas direcciones, rajando y aplastando los cuerpos de pesadilla. Aquellos
cadáveres se deshacían entre nubes de pegajoso y oscuro humo que tardaban en
desaparecer, como una suerte de ríos de melaza negruzca impulsados en
caprichosas direcciones. Los demonios intentaban atrapar y acuchillar a la
valkiria con sus afiladas garras, pero ella se defendía de los lances con el
escudo y contraatacaba utilizando su letal acero.
Koll, a su lado, sobre
la grupa de la montura, quiso también luchar, sintiendo de nuevo la furia del
combate.
Un demonio se le echó
encima y el vikingo sintió que aquella cosa lo empujaba hacia abajo y lo
engullía. Le pareció estar bajo aguas, atrapado por los tentáculos de una
bestia que deseara arrastrarle hasta su remota guarida. El ser gruñía y mugía
espeluznantemente, y aquellos sonidos se escuchaban, como todos los del Más
Allá, no en los tímpanos, sino dentro de la mente. Sin saber cómo, por puro
instinto, Koll peleó y se debatió contra la bestia, vomitando rabia y coraje.
De repente, estaba en
el centro de una nubecilla fungosa que se deshacía en hilachas de un sucio
escarlata. Sentía exultación, pues había vencido. Vio deshacerse poco a poco
los restos de los cadáveres enemigos. La valkiria daba cuenta de los
supervivientes. Incluso el caballo alado peleaba, aplastando a los espectros
bajo los cascos. Los pocos monstruos que aún conservaban la vida huyeron
en desbandada y la valkiria cesó su escalofriante canto de batalla.
Se acercó a Koll, llevando
al trote a su inquieto caballo mientras envainaba la espada.
"Hemos ganado.
Pero volverán. Si entras en el Valhalla, tu cometido será detenerlos una vez y
otra, incansablemente"
Koll montó de nuevo
sobre la grupa del corcel y asintió en silencio. Su rostro etéreo había tomado
una expresión grave. Comenzaba a sentirse parte de aquel extraño universo.
Siguieron cabalgando en
la blancura inacabable durante fugaces eternidades. En un instante determinado,
descubrieron una lejana y grandiosa batalla.
Un ejército estaba
formado por aquel tipo de obscenas criaturas contra las que habían peleado y en
el otro militaban fornidos hombres, enfundados en recias armaduras, que
portaban hachas y espadas fantásticas. Había miles por cada bando.
La valkiria les señaló.
"Ahí los
tienes: los Defensores del Valhalla. Ése es su sino: luchar sin descanso hasta
caer o aplastar al enemigo"
"¿Quién ganará
esta guerra?"
"Nadie. Es una
lucha eterna. Lo que se busca es no perder"
La valkiria miró hacia el
frente, entrecerrando los ojos, reflexiva, como rememorando sucesos lejanos.
"Hubo una época
en que los Dioses Oscuros, aconsejados por El Señor de las Mentiras, El
Ardiente, El Huido, Loki El Perverso, intentaron apoderarse de las Regiones
Elevadas e incluso conquistar Asgard, el Reino de Luz. Fue entonces cuando Ymir
y sus hijos se aliaron con los demonios de Surtur e innumerables y
enloquecedoras criaturas se enfrentaron a los guerreros del Valhalla y los
Países Superiores. Incluso Nuestro Señor Odín intervino en la lucha, comandando
a su pléyade de Inmortales, a la vanguardia de los cuales marchaba Thor, El
Tronante, de barba y melena rojas y ojos devastadores, empuñando su martillo
Mjolnir. Fue una guerra corta pero devastadora. Las huestes del Submundo
resultaron vencidas y retornaron, masacradas, a sus mundos de origen. Pero
siguen atacando, aún cuando saben que perderán en el momento final. Es el
Destino, que gobierna a hombres y dioses, el que ha impuesto esta lucha
interminable.
"¿A dónde van las
almas de quienes mueren en la lucha a favor o en contra del Valhalla?"
"Eso nosotros no
lo sabemos. Quizá pasen a otras Regiones, superiores o inferiores. El camino de
un espíritu no tiene fin, ni siquiera los dioses pueden librarse del infinito
viaje de sus ánimas en busca de algo por lo que peleamos y sufrimos pero sólo
llegamos a intuir.”
Tras las enigmáticas
sentencias, Koll guardó de nuevo un reflexivo silencio.
Observó la lejana
muchedumbre. El brillo de los guerreros contrastaba con la oscura y terrosa
piel de los demonios. Morían a decenas, tanto en un bando como en otro, y sus
cuerpos se convertían en niebla fungosa.
La valkiria se
apresuró.
"Vámonos.
Dejémosles a ellos con sus asuntos, que nosotros hemos de concentrarnos en los
nuestros.”
Cabalgaron y cabalgaron
hasta descubrir una lejana esfera. A medida que se aproximaban, su superficie
dejó de ovalarse y se transformó por fin en un plano e infinito muro que
refulgía con el oro y el bronce en que había sido construido. La pared se
hallaba enteramente cubierta por relieves que mostraban escenas de gestas y
aventuras, entierros solemnes, coronaciones, bodas y banquetes.
Koll escuchó la
voz de su guía.
"Tras este muro
se encuentra el Valhalla. Mi cometido acaba aquí. Ahora, Los Que Contemplan y
Deciden deberán juzgar si eres digno o no de penetrar en esta morada"
Koll frunció el ceño,
preocupado.
"Pero no morí
empuñando arma alguna. Quizá no me permitan entrar"
"De cualquier
modo, has de permanecer aquí hasta que el Guardián de las Puertas del Valhalla te
diga cómo debes proceder. ¡Adiós, guerrero, y que el Triunfo te acompañe adonde
quiera que vayas! Nunca dejes huír al valor, porque ése ha sido y será el
corcel que más rápido y lejos te conducirá"
Koll se despidió de la
bella dama. La valkiria espoleó a su montura y cabalgó hasta convertirse en un
punto lejano y por último desaparecer, quizá en busca de otros guerreros
valientes a punto de abandonar la vida terrenal.
El vikingo quedóse
mirando el muro infinito, hipnotizado por los detallados y hermosos relieves
que lo adornaban.
De pronto, aquellos
dibujos se movieron, culebreando como con vida propia. El metal se
deshizo y fluyó tal que un líquido, dibujando frente a Koll un portal
gigantesco cuyos lados medirían, tal vez, más de trescientos pies. Dos puertas
de un extraño metal plateado cerraban la entrada.
Una de las hojas se
abrió, sin producir sonido alguno, y Koll atisbó por la estrecha abertura el
interior del Valhalla...
...Vio mares verdosos e
indómitos en los que navegaban majestuosos y rápidos barcos. Vio montañas
blancas y fiordos de belleza turbadora, primaverales bosques donde abundaban
las bestias salvajes y praderas de fresco y verde césped en las que hombres y
mujeres desnudos cantaban, reían, hacían el amor y conversaban mientras la brisa
acariciaba sus cabellos. Vio compañeros de batalla apurando los cuernos de
cerveza e hidromiel, narrando y escuchando sus aventuras y hazañas...
Aquellas imágenes
llenaban su mente. En ellas, todo ser del Valhalla, vivo o inerte, poseía una
consistencia y una firmeza ajenas a las cosas del mundo terrenal. Al mismo
tiempo, una serena fuerza persistía en el aire, llenando al espectador de gozo
y asombro.
Koll entendió entonces
por qué los demonios de las Profundidades deseaban conquistar aquellas tierras.
El Valhalla rompía y robaba el corazón de quien lo contemplara, despertando en
el observador el deseo de volver una y otra vez, por muy lejos que se hallara.
Las puertas se cerraron
y frente a Koll había un gigante. Al vikingo le dio la impresión de que había
permanecido ahí durante mucho tiempo, confundido con el fondo de las imágenes y
los relieves broncíneos. El coloso le aventajaba en tres cabezas de altura.
Tenía un cuerpo robusto y poderoso y su porte rezumaba decisión y orgullo.
Vestía una majestuosa armadura de colores plata y oro. Apoyaba sus dos manos
enguantadas en una espada de hoja recta, ancha y larga. Bajo el yelmo adornado
con afiladísimos cuernos sus rasgos eran firmes y rectos. Lucía barba dorada y
sus fríos ojos azules no tenían edad.
Su voz tronó en la
vastedad.
"¿Quién eres y
qué quieres, hombre?"
A pesar de la ansiedad,
Koll respondió con aplomo.
"Me llamo Koll,
hijo de Edric, hijo de Munsen. Fui un guerrero vikingo en la Otra Vida. Quiero unirme
a los Defensores del Valhalla, pelear con ellos en sus batallas y triunfar o
morir por este sagrado lugar"
El gigante le miró
fijamente con sus helados y severos ojos azules. Koll hubo de hacer esfuerzos
para no apartar la vista. Se sentía desvalido ante aquella figura terrible,
pero recordó lo que le dijera la valkiria: "No dejes huír al valor, pues
éste ha sido y será el corcel que más rápido y lejos te lleve".
Decidió hincar espuelas
a tan brioso caballo y alzó su blancuzca barbilla, altivo.
"¿Y bien, noble
guardián? Estoy esperando tu respuesta"
Por los ojos del
gigante cruzó un relámpago de furia y Koll experimentó terror. Le pareció
hallarse ante una sólida montaña que en cualquier momento podía desplomarse
entera sobre su cabeza. El Guardián contestó.
"Cuida tus
palabras, hombre. Eres osado y en el Valhalla admiramos esa cualidad. También
moriste en lid, lo cual te honra. Pero, cuando llegó tu hora no empuñabas el
glorioso acero y eso dificulta tu bienvenida al Valhalla. Deberás superar una
prueba para entrar en esta morada. ”
"Dime qué he de
hacer, Guardián, y empeñaré en tal tarea hasta la última onza de coraje y
decisión"
"Koll, hijo de
Edric, habrás de encontrar la Grieta que conduce a los dominios de Surtur el
Maligno. Una vez dentro de ella, deberás tomar un objeto de gran valor y
traerlo aquí. Sí lo consigues pertenecerás al Valhalla y el Valhalla te
pertenecerá. Si no, pasarás el resto de esta Existencia sirviendo al Averno y
la Oscuridad. "
"¿Y qué objeto es
ése que debo traer? ¿Cómo podré llegar a esa Grieta?"
"No te
contestaré a eso. Habrás de averiguar tú solo las respuestas, pues ellas
también forman parte de la prueba. Sólo esto te revelaré: la solución tienes
que buscarla en tu interior. Y cesa de preguntar. La calidad de tu deseo y tu
valor decidirán el resultado de la prueba. "
Koll asintió
gravemente.
"Guardián del
Valhalla, cumpliré mi cometido o sucumbiré en el intento. Nos veremos antes de
lo que esperas... ¡Me despido de ti!"
El gigante asintió en
silencio. Su figura se tornó borrosa, desapareciendo finalmente. Tras de él,
las Puertas se deshicieron en un torrente de acero y bronce, volviendo a
convertirse en parte del infinito muro.
La mirada de Koll
encontró como por casualidad un relieve en el que se veía a sí mismo hablando
con el Guardián. Comprendió que los inacabables dibujos mostraban todos los
sucesos, trascendentes o banales, acontecidos en torno al mítico Reino. En
aquel muro estaba escrita la Historia del Valhalla
Aunque maravillado, se
obligó a concentrarse en su misión: debía comenzar una búsqueda imposible. Sus
posibilidades de victoria eran pocas, pero estaba dispuesto a esforzarse y no
someterse jamás a la desesperación.
Se desplazó, flotando
ligeramente en aquel mar de blancura. Moverse en él era como atravesar un suave
fluido. A medida que se alejaba del gran muro éste fue curvándose hasta formar
una esfera más y más pequeña.
Por fin, quedó solo en
la blancura sin fin. Avanzaba hacia ninguna parte, buscando aquella gran Grieta
de la que le hablara el Guardián.
Descubrió una confusa
mancha que iba cobrando tamaño paulatinamente. Aquéllo que se le acercaba a
gran velocidad era un grupo de criaturas monstruosas, parecidas a las que
combatiera junto a la valkiria.
Contó al menos cinco de
estos horrendos y rojizos seres, mas su número a veces se reducía o aumentaba
al unirse y separarse sus cuerpos de manera caprichosa.
Koll sintió miedo.
Estaba desnudo y desarmado y ellos eran mayoría, parecían poderosos y ágiles y
poseían garras y colmillos afilados. Sintió la necesidad de huír, pero,
comprendiendo que no tendría escapatoria al ser sus rivales más rápidos,
decidió pelear hasta perecer, fuera cual fuese la forma de morir en este
extraño mundo.
Cerró contra la jauría.
Un latido antes del choque su carne azulada y translúcida devino cota de
mallas, yelmo y botas. Una sección de su antebrazo izquierdo se expandió hasta
conformar un bello y sólido escudo circular y de la palma de su diestra surgió
una recta espada de brillante acero.
El guerrero, con un
brutal rugido, los encontró lleno de una energía sobrehumana, la fuerza nacida
del puro y ciego valor. Peleó como un enloquecido, repartiendo espantosos tajos
que destrozaban las inmateriales criaturas, empujándolas con el escudo,
resistiendo sus latigazos, arañazos y dentelladas, descargando el vigor de unos
músculos imposibles, notando tronar la inmaterial sangre en sus sienes. Las
criaturas chillaron y se deshicieron bajo el brillante zumbar de la espada.
Pronto, sólo quedó uno
de ellos con vida, un ser globoso con más de tres ojos en su orondo rostro y
brazos tentaculares. Koll lo aferró del cuello cuando el demonio ya huía. Su
carne resultaba húmeda y algodonosa, dotada de cierta solidez. El vikingo apoyó
la punta de la espada en la barriga del ser, conteniéndose para no atravesarlo.
Experimentaba un odio inexpugnable hacia aquella raza de abominaciones. Sus
ojos despedían chispas y su rostro bajo el yelmo estaba contraído por la ira.
"¡Condúceme hasta
la Grieta, demonio!"
El pánico del monstruo
cedió y rompió a reír, agudo y burlón.
"Como desees,
estúpido. En la Grieta esperan mis hermanos, las huestes de Surtur. No podrás
escapar de ellos y tu destino será tan horrible que suplicarás mil veces por
que te demos un rápido final, y además renegarás otras tantas del Valhalla y
sus moradores.
Koll sintió que su
cólera crecía, pero contuvo el brazo.
"¡Vamos hacia ese
lugar!"
"Antes, has de
jurarme que, una vez allí, respetarás mi vida y me dejarás huír en paz"
"Y tú jurarás no
descubrir mi presencia a tus amos una vez te libere"
El demonio se carcajeó.
"¡Claro que lo
juro! ¡Por supuesto! ¡Puedes confiar en mí!"
Aquel mezquino y
grotesco ente no respetaría su parte del trato y Koll lo sabía. Aún así, él sí
mantendría su palabra.
"Yo juro soltarte
al llegar a la Grieta, sin causarte antes daño alguno"
El demonio rió de
nuevo, pero la mirada de su captor le ordenó callar. La punta de la espada lo
obligó a avanzar y se pusieron en movimiento.
Flotaron en la Nada
durante algún tiempo, siempre guiando el monstruo, echando mano de un espectral
sentido de la orientación.
Pronto descubrieron en
la lejanía las huestes de Surtur.
Eran gárgolas, grifos,
dragones, krakens, demonios, trolls y mil y una especies más de criaturas
horrendas, que avanzaban como mares rojizos o enjambres de insectos compulsivos.
Observándolos desde la distancia, Koll experimentó una profunda repugnancia:
había algo ciertamente obsceno, cruel y malicioso en tales seres. El vikingo
los imaginó como legiones de gusanos dispuestos a penetrar una manzana fresca y
brillante e incubar en ella sus huevos hasta pudrirla por completo.
Pronto divisaron la
Gran Grieta. Al principio, sólo fue una línea lejana. Después, Koll quedó
asombrado de aquella gigantesca cuchillada en el tejido de la Realidad. Era la
Grieta un amplio y sucio desgarro, una puerta abierta a los predios de Surtur.
Por ella surgían, como mareas hambrientas, mareas demoníacas. La locura
correteó en la mente de Koll. Debió emplear toda su fuerza de voluntad para no
huír despavorido ante aquel espectáculo.
El demonio que le había
guiado se burló de sus temores.
"Es un hermoso
panorama, ¿verdad, hombrecillo?"
Koll no contestó,
absorto en su tarea. Había de entrar en la Grieta y buscar un objeto de gran
valor que él mismo desconocía. Pero estaba aún lejos de ella e intuía que, si
se acercaba más, las huestes infernales terminarían por descubrirlo. Debía
encontrar la manera de pasar desapercibido entre ellos.
Cuando ya comenzaba a
flaquear su resolución, miró fijamente al gordo demonio que lo había acompañado
hasta el momento y se le ocurrió una idea.
"Me llevarás en tu
interior. Tu carne es algodonosa y puede albergarme, como si fueses un gran
saco. Así, tus congéneres no repararán en mí cuando pase a su lado"
"No... ¡No
puedes!"
Koll le pinchó
ligeramente la rojiza y arcillosa garganta con la punta de la espada.
"Sí puedo. Y lo
haré. Si tratas expulsarme o descubrir mi presencia te juro que desenvainaré mi
espada y te rajaré de dentro a afuera. Mas, si obedeces mis órdenes te liberare
una vez haya encontrado lo que vine a buscar, como antes prometí"
Sin esperar respuesta,
Koll guardó su espada en la vaina y atravesó la piel del monstruo. Experimentó
asco por hallarse dentro del demonio, tal que si se hubiera zambullido en una
roja gelatina. El cuerpo del espectro resultaba ligeramente translúcido y,
aunque le escondería de las miradas ajenas, Koll lograba contemplar lo que
ocurría en el exterior.
El vikingo refirió sus
secas órdenes.
"¡Muévete en la
dirección que yo te diga! ¡Y no hagas nada sospechoso o por Odín Sagrado que te
atravesaré con mi espada y de ti no quedará más que oscura inmundicia!"
Así, avanzando uno
dentro del otro, pasaron entre las hordas infernales. Los horrendos soldados
casi no se fijaron en el pequeño demonio, aunque varios capitanes, terribles
guerreros enfundados en pavorosas armaduras, arengaban al espectro para que se
uniera a sus compañeros de armas.
Lograron escabullirse
hasta llegar al borde de la Grieta. Al mirar hacia el abismo, Koll experimentó
vértigo y horror, pues en la profundidad brillaban los enloquecedores fuegos
del Averno. Mas, conteniendo el pánico a duras penas, comenzaron a descender
por las empinadas laderas de aquel terreno seco y ocre. Al poco, su asco creció
al comprender que aquellas imposibles paredes eran sangre solidificada.
Evitaron una y otra vez
a los ejércitos interminables que surgían del Otro Mundo. Koll buscaba con
desesperación, mas no hallaba ningún objeto que interpretara de gran valor.
Súbitamente, y al
parecer sin una razón concreta, el demonio que le escondía echó a correr,
chillando de manera histérica.
"¡Está aquí!
¡Dentro de mí! ¡Un enemigo de los nuestros! ¡Un rival de Surtur! ¡Un Defensor del Valhalla!"
Koll quedó al
descubierto y ni siquiera pudo atrapar al traicionero ser antes de que éste huyera
definitivamente. Alzó su espada, dispuesto a luchar hasta el final.
El que fuera hasta
entonces su guía continuaba burlándose de él, a prudencial distancia, mientras
comenzaban a llegar decenas y decenas de otras criaturas infernales, movidas
por la alarma y la curiosidad.
"¡Prepárate para
el tormento, pobre necio! ¿Acaso pensaste que yo mantendría mi palabra?"
Una pesadilla de
escamosa piel, animada por gruesos músculos, agarró el cuello del pequeño
demonio.
"¡Tú lo has traído
hasta aquí, estúpido!"
El pequeño diablo se
retorcía bajo él, aterrorizado y servil.
"¡Mi señor, él me
obligó! ¡No pude hacer otra cosa!"
Desdeñosamente, la
imponente criatura golpeó y su lanza atravesó el rechoncho cuerpo, que pronto
se deshizo en espesa humareda.
El guerrero vesánico,
al menos el doble de alto que Koll, se acercó al vikingo con la lanza en una
mano y un hacha de doble filo en la otra. Sonreía rabiosamente.
"Un Defensor del
Valhalla... Estás muy lejos de tu Reino, guerrero. Demasiado lejos"
Koll no respondió y,
cuando su enemigo cerró con un rugido, aguantó a duras penas el hendiente
protegiéndose con el escudo. Su espada desgarró el costado del rival. Por todo
lamento, el monstruo lanzó una carcajada. La lanza traspasó la pierna izquierda
del vikingo. Koll aulló con su imposible voz y, loco de furia y dolor, clavó su
espada en la garganta del monstruo, que, entre gritos de sufrimiento y pánico,
se deshizo como líquido verdoso y fétido.
Koll extrajo la lanza
de su miembro herido, que sangraba un humor brillante. Cojeando, trató de
escapar.
Pero, descubierta su
posición, numerosos grupos de enemigos continuaban aproximándosele, mugiendo y
silbando de satisfacción por haber descubierto tan valiosa presa.
Koll seguía
retrocediendo, mas se le aparecía claramente que en poco tiempo sus
antagonistas lo rodearían por completo y le destrozarían rápidamente, en el
mejor de los casos. En aquellos ámbitos infernales ya no lograba desplazarse al
vuelo, así que caminaba sobre estrechas cornisas y empinadas laderas, no resbalando
de puro milagro. Si ello ocurriera se precipitaría al fondo del abismo, donde
le esperaban aquellas horribles llamas que chisporroteaban con vida propia.
Una criatura de aspecto
casi humano se le acercaba por su diestra, hollando la misma cornisa en que él
estaba. El ser vestía cota de mallas, casco adornado con cuernos, botas de algo
parecido al cuero y una túnica corta cuya forma y dibujos recordó a Koll los
del pueblo vikingo. Enarbolaba en su cadavérica mano una espada larga y recta.
Su rostro mostraba el tono de la ceniza y se estiraba, tan delgado que el
reseco pellejo contorneaba los huesos. Del mentón y la coronilla colgaban
varios mechones de pelo en resecas hilachas. Los ojos de la criatura eran
totalmente opacos y había en ellos cierta y sucia maldad.
Su voz ronca y profunda
raspó la mente del vikingo.
"¿No me recuerdas,
Koll?"
El aludido le observó
con mayor atención. El horror subió por su garganta como una gorda araña que
pugnara por escapar a través de su boca y le impidió contestar. El hombre
cadavérico retomó la iniciativa.
"Soy Grimmur,
aquél con quien compartieras juegos de infancia, en nuestra Escandinavia natal.
Grimmur había dejado el
mundo terrenal dos años antes que Koll, en una incursión contra los irlandeses.
Fueron buenos amigos desde niños, casi hermanos, y Koll no pudo reprimir las
lágrimas durante su entierro.
Al fin, Koll salió del
estupor.
"¡No es posible!
¡Tú deberías luchar con los Defensores del Valhalla, no del lado de sus
enemigos! ¡Mereces un destino mejor!"
"Llevas razón,
antiguo amigo, pero en una batalla los servidores de Surtur y Loki me atraparon
y esclavizaron mi espíritu. Ahora, me veo obligado a pelear contra alguien a
quien amé como a mi propio hermano. Mas no puedo evitarlo... ¡Defiéndete!"
Soltó una aguda y amarga
carcajada y, demostrando una fuerza y una agilidad sorprendentes, lanzó un
revés a dos manos que su contrincante paró con el escudo.
Koll no deseaba pelear
contra Grimmur, o contra el recuerdo de Grimmur, pero al fin, entendiendo que
no le quedaría otra salida, endureció su corazón y atacó.
Los muchos demonios y
monstruos congregados alrededor del combate les arengaban, burlándose de ellos
con voces odiosas. Koll, aunque debilitado a causa de su herida en la pierna,
peleó con rabia, resistiendo la furia enemiga en principio, hasta volver las
tornas a fuerza de enérgicos y rabiosos tajos y obligando a Grimmur a
retroceder. Al fin, ensartó su espada en el pecho del antiguo amigo. Grimmur
soltó un leve quejido y se precipitó al abismo, donde fue engullido por las
llamas y el magma. Koll, empuñando aún la espada ensangrentada, le contempló
desaparecer entre el fuego. Airado y entristecido, se encaró con las pesadillas
que le rodeaban, dispuesto a sostener su última y absolutamente desesperada
batalla.
"¡Demonios! ¡Venid
por mí! ¡Nadie cantará mi final, pero, aquí, a las Puertas del Infierno,
probaréis el acero del Valhalla!"
La muchedumbre se le
acercaba, descolgándose o deslizándose por la cuesta, y tan bravo parecía aquel
guerrero que ninguno osaba comenzar el combate.
Koll se fijó en que
algo brillaba en el vacío bajo él. Era un destello metálico que había aparecido
de la nada durante los latidos anteriores. Lo reconoció como la espada del
danés, aquélla que perdió en el fondo del mar un instante antes de morir. Muy
lentamente, el arma bajaba girando y girando sin cesar, directa hacia los
abismos de Surtur y su compañero Loki, Príncipe de las Mentiras.
Quiso de nuevo
apoderarse de ella. Si se lanzaba tras el arma caería directamente al Averno,
donde le esperaban tormentos mil, no el menor de entre ellos la devastación del
alma, como sufriera el desgraciado Grimmur. Mas, si elegía resistir allí,
luchando contra los monstruos, tal vez encontrara un rápido y glorioso final.
Luchó contra el miedo y
las corrosivas dudas. Y, gritando el nombre de Odín, se lanzó al precipicio.
Bajaba hacia la espada
velozmente y a medida que se acercaba al codiciado arma el abismo iba
transformándose en otro tipo de profundidad, esmeraldina y confusa. El fondo
del mar tormentoso...
...Se sumergía para
agarrar el acero, pataleando furiosamente en las aguas heladas. La sangre
escapaba por su mano destrozada, las costillas se le hincaban en la carne, los
pulmones buscaban un aire que no llegaba. Ante él, la espada continuaba bajando
lenta, lenta, lentamente, siempre lejana. Sus dedos casi rozaban el puño del
arma. La vista se le nubló, mientras sentía el pecho como atravesado por
afiladas cuchillas. De nuevo se le escaparía el arma. Sacando fuerzas de no
supo dónde, se impulsó en un último golpe de sus piernas y estiró su cuerpo y
su brazo. Abrió la boca en un grito rabioso y el agua inundó su garganta, su
estómago. La mano se cerró en torno a la empuñadura, aferrándola con fuerza en
el momento en que sus pulmones, al fin, reventaron.
El vikingo había
atrapado la espada.
El agua oscureció y
tomó cuerpo, hasta convertirse en paredes de terrosa sangre seca. Koll,
Defensor del Valhalla, se sintió lleno de energía. El arma, corno si poseyera
vida propia, tiró de él, hacia arriba, hasta sacarle de la Grieta.
Pronto ésta se
encontraba muy lejos y Koll continuaba viajando, impulsado por la espada.
Las hordas y ejércitos
demoníacos le perseguían, ardiendo en furia. Enjambres de horrores sin nombre
iban tras de él, alzándose sobre su cabeza como la gigantesca ola que está a
punto de engullir el frágil barco.
Koll deseó ganar
rapidez, así que la sangre blancuzca de su pierna se transformó en un pardo y
fuerte caballo del cual tomó las riendas con firme pulso. El corcel relinchó
salvajemente y sus potentes patas redoblaron la velocidad de la huída.
Sin embargo, las garras
de la vanguardia enemiga ya rozaban la cola del corcel y Koll podía sentir su
fétido aliento en la espalda. Se volvió y vio que la muchedumbre se unía hasta
formar un gigantesco gusano oscuro que abría sus fauces para atraparle. Espoleó
a su caballo, pues ya divisaba, lejano, el mítico Valhalla. También descubrió
una legión de sus guerreros aproximándosele.
La serpiente a su
espalda chilló de rabia y miedo y se desintegró en mil cuerpos más pequeños que
enarbolaban frías y negras espadas.
Los ejércitos chocaron
en medio de la Nada como dos olas furiosas, conformando un mar de metal, furia
y sangre. El vacío se llenó con el sonido del acero y los gritos de los
combatientes.
Koll continuó
cabalgando, pues aún debía entregar el objeto buscado y hallado al Guardián del
Valhalla.
Pronto se halló frente
a él. Bajó del caballo, que se difuminó en una blanca nube, y, arrodillándose
con dificultad, le entregó la espada.
"Aquí está, mi
señor, lo que me ordenaste hallar. Te lo entrego con todo mi orgullo y toda mi
humildad"
El Guardián recogió el
arma y la guardó en una vaina de oro, asintiendo, complacido.
"Ahora has
venido armado hasta las Puertas del Valhalla, tras llevar a cabo además una
gesta que vivirá por siempre en los sueños de los valientes. Entra en el
Valhalla. Disfruta de él y hónralo. Tuyo es el privilegio, tuyo el deber"
Las Puertas se abrieron
y la Luz cayó sobre Koll, quien contemplaba el Umbral con el semblante severo y
los ojos llenos de gloria.
Atravesando nubes de
sangre, heridos, exhaustos y victoriosos, llegaron las huestes que asistieran a
Koll, pues una vez que al guerrero se le aceptaba como un igual, resultaba
intolerable abandonarlo en medio del peligro.
Penetraron en el
Valhalla, envueltos en un poderoso aura.
Después, las Puertas se
cerraron, una vez más.
Y lejos, muy, muy, muy
lejos, en el fondo de un verde océano, el cadáver de un vikingo reposa sobre el
cieno. Su cuerpo se deshace con extrema lentitud mientras los peces mordisquean
caprichosos su azulada carne. La pesada cota de mallas y las bandas de metal en
sus muñecas le impiden flotar hacia la superficie. Las suaves corrientes
submarinas mecen su cabellera amarillenta. Las algas abrazan sus anchas espaldas,
sus recias piernas y sus gruesos brazos. Poco a poco, la piel se escama y abre,
las vísceras se hinchan y los pequeños carroñeros hacen su trabajo. Pero aquel
guerrero muerto del fondo del mar aún conserva, empuñándola en la diestra, una
recta espada nórdica.
Y ni los peces, ni los
pequeños carroñeros, ni las algas, ni las mareas ni el azote del Tiempo
lograrán arrebatarle aquel pequeño y débil pedazo de herrumbre metálica, porque
sus dedos la aferran con una tozudez inaudita, una rígida voluntad, una
persistencia que se diría ultraterrena, sobrenatural.
® Andrés Díaz Sánchez
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